Cuando hablamos de
acoso escolar, la pregunta que siempre nos viene a la cabeza es: ¿cómo se
sentirá esa persona? ¿y si me pongo en su lugar, cómo sería? Pero esa no es la
pregunta, plantearse esas cuestiones no sirve para nada. No hay respuesta. Él
es él, y tú eres tú. Lo que nos hace pensar realmente es: ¿y si fuera yo? Yo
mismo. Mucha gente suele decir: imagínate que eres él. Es muy distinto. Tienes
que visualizarte a ti mismo y sentirlo tú mismo, tú solo, tal y como él. Pero
siendo tú. Entonces lo comprenderás todo.
Este relato va a
cambiar tu situación. Si lo lees bien, ya nunca, nunca, vas a pensar lo mismo.
Al menos eso me ocurrió a mí, hace unas semanas, cuando me lo contaron. Porque
vas a sentirlo todo, cada coma, cada respiración, todo. Tú eres el protagonista
de la historia, aunque no quieras. Tú vas a vivir y a sentir como esos niños.
Y, al terminar de leer, desearás no haberlo hecho. Si lo lees bien, claro.
Posiblemente ahora te
estés preguntando: ¿y por qué leerlo? Muy bien, ya has dado el primer paso.
Esas son las dos palabras que se repiten cada día los niños acosados en su
mente, y nadie les da una respuesta que les convenza: por qué.
Esto que vas a leer,
desgraciadamente, ocurre todos los días, en todos los colegios. Y solo hay una
persona que puede cambiarlo. Tú. Tú puedes salvar a estos niños y hacerles más
felices. Pero antes tienes que comprenderlos.
La mejor forma de
entender el texto es leerlo en voz alta. No tengas prisa, y si puedes, pide que
otra persona te lo lea mientras tú simplemente, escuchas. No pienses en nadie,
ni imagines a nadie, todo llegará solo. Tú solo escucha.
¡Ring-ring…!
Vamos, vamos,
espabílate, está sonando el despertador. Arriba, dormilón, abre los ojos y mira
por la ventana; comienza un nuevo día y la mañana es espléndida. Anda, no seas
holgazán y sal de la cama; piensa que hoy es el primer día del resto de toda tu
vida y cualquier cosa puede suceder, pues el mundo está lleno de promesas.
Te incorporas y
te sientas en la cama con los ojos todavía abotargados por el sueño; durante
unos segundos sientes una punzada de angustia por haberte despertado, pero ese
dolor, ese taladro sordo que te perfora por dentro, desaparece poco a poco
sumido en la resignación. Un nuevo día, sí, un día en el que todo es posible.
Te levantas, te duchas, te pones el uniforme del colegio, desayunas en la
cocina, recoges la mochila con los libros y te despides de mamá con un fugaz
beso. Que pases un buen día, dice ella, sonriendo. Un buen día... como
ayer, como mañana, como siempre.
Sales a la
calle; la mañana es soleada pero fría, las personas que pueblan las aceras
deambulan con prisa, como si todos llegaran tarde a algún sitio. Te arrebujas en
el chaquetón y metes las manos en los bolsillos para protegerlas del frío,
echas a andar hacia el colegio; solo está a seis manzanas de distancia, apenas
diez minutos de tranquila caminata. Miras el reloj que preside la torre de una
iglesia: marca las nueve menos cinco, faltan quince minutos para que empiecen
las clases. Automáticamente, casi sin darte cuenta, comienzas a caminar más despacio;
si llegas demasiado pronto, te encontrarás a tus compañeros en el patio, y eso
no es bueno, ¿verdad?, no, no, no, nada bueno, así que no corras, tranquilo,
arrastra los pies, procura retrasar al máximo el momento de la llegada.
Las nueve en
punto... Las nueve y cinco... Cruzas el viaducto que salva un desnivel entre
dos calles; ya ves el colegio, ahí está, frente a ti. Conforme te acercas, un nudo
se va formando en tu estómago y sientes ganas de darte la vuelta y alejarte
corriendo, perderte en las calles, desaparecer, pero sabes que no puedes, sabes
que cadenas invisibles te atan a tu deber, y tu deber es ir al colegio, estudiar,
formarte, y aguantar, y aguantar, y aguantar, soportar lo insoportable.
Ya está, has
llegado. El patio se encuentra casi desierto, buena suerte; cruzas la verja y
echas a andar hacia el edificio del colegio. De pronto, escuchas a tu espalda
un repique de pasos acelerados; son tres compañeros tuyos que llegan corriendo
para no retrasarse. Al pasar a tu lado, uno de ellos te da un doloroso
palmetazo en la nuca; los otros dos se ríen y escupen algún comentario
hiriente. Bajas la mirada y sigues caminando en silencio; hoy no vas a llorar,
te dices apretando los dientes, no, no llorarás.
Ellos pasan de
largo –el eco de su carrera reverberando en los pasillos– y tú, con la mirada
fija en el suelo, subes las escaleras, cruzas el umbral y te adentras en un
largo corredor jalonado de aulas. El vocerío de los chavales te llega
amortiguado por los tabiques.
Entras en clase.
El profesor ya ha venido y los alumnos se están sentando. Dejas el chaquetón en
una percha y te diriges a tu pupitre, que se encuentra al fondo del aula, en
una esquina. Cuando estás a punto de llegar, alguien te pone la zancadilla y
das un traspié, pero logras no caerte. Un ramillete de risas florece a tu
alrededor. Te sonrojas e intentas tragar saliva, pero tienes la boca seca.
Encajas la
mandíbula –hoy no vas a llorar, no– y te sientas, y sacas el libro de ciencias
naturales, y lo pones sobre el pupitre, y pierdes la mirada esquivando los ojos
de los demás. La clase se inicia. El profesor comienza a hablar acerca de los
animales sociales.
Los lobos son
una especie social y su comportamiento está en gran medida condicionado por las
relaciones con otros miembros de su raza. Su forma usual de organización es la manada, un
grupo más o menos amplio de ejemplares regido por una severa pauta jerárquica.
Así pues, cada miembro de la manada posee un diferente grado de estatus
que determina su acceso al alimento y a la reproducción. Los rangos se
establecen mediante una serie de luchas y enfrentamientos rituales en los que
realmente pesa más el carácter y la actitud que el tamaño o la fuerza. Cada
manada tiene dos líderes claros: el macho alfa y la hembra alfa, que guían los
movimientos del grupo y tienen preeminencia sobre los demás a la hora de
alimentarse, procrear y criar a sus camadas.
Por debajo de
los líderes se encuentra el macho o la hembra beta, que solo muestra obediencia
a los alfas, y así sucesivamente. En ocasiones, existe un rango marginal llamado
omega. El lobo omega ocupa el último puesto de la manada y es el blanco de
todas las agresiones sociales. Víctima del desprecio de sus congéneres, el lobo
omega adopta una actitud de sumisión permanente y puede acabar abandonando el
grupo para convertirse en un lobo solitario. Las diez y cinco, acaba la clase;
en medio del alboroto de los alumnos, el profesor de naturales se va, y
entra el de matemáticas. Cincuenta y cinco tediosos minutos después,
concluyen los números y comienza la clase de lengua. La profesora te
pregunta y tú, entre titubeos, contestas erróneamente; tus compañeros se
ríen. De ti. Una vez más. No importa, estás acostumbrado.
Las doce menos
cinco; suena el timbre que marca el comienzo del recreo. Los alumnos abandonan
en tropel el aula, pero tú lo haces despacio, sin prisa, porque sabes que nada ni
nadie te espera. Sales al patio, te diriges a un rincón, te sientas en el
suelo, con la espalda apoyada contra un muro, y contemplas a los demás. Nadie
te va a pedir que juegues al fútbol, nadie se va a acercar a ti para charlar;
con suerte, ni siquiera se meterán contigo. Es el vacío absoluto, el
aislamiento total. Incluso aquellos que
nunca te han
hecho nada se mantendrán alejados, pues hablar contigo es caer muy bajo, así
que se limitarán a ignorarte.
En cierto modo,
este es el peor momento del día, ¿verdad?, cuando durante el recreo ves a tus
compañeros jugar y reírse. Entonces, la soledad se abate sobre ti como una losa
y sientes una tristeza enorme consumiéndote por dentro, y te preguntas por qué,
qué les has hecho tú para que te traten así, pero eso da igual, chico omega;
puede que seas más bajo, o más gordo, o más tímido, o más torpe, no importa; lo
único que cuenta es que eres distinto y eres más débil. Ese es tu pecado y
ellos son el castigo.
Las doce y
cuarto, termina el recreo. Las dos siguientes clases –música y plástica–transcurren
sin incidentes y llega la hora de la comida. Te diriges al comedor junto con el
resto de los alumnos y te sitúas al final de la cola, cuando llega tu turno,
coges la
bandeja con la
comida y te sientas a una de las mesas, en una esquina, casi en el borde del
banco corrido, lejos de los demás. Nadie te habla mientras coméis, nadie se
acerca a ti, ni siquiera te miran. Hay cientos de chicos rodeándote, pero estás
solo. Cuando llegas al postre, coges un poco de flan con la cuchara, te lo
llevas a la boca y lo escupes al instante; alguien le ha echado sal. Escuchas
unas risas, pero no miras a nadie; bebes un largo trago de agua y el sabor
salado se desvanece. El amargo, no; ese se queda, siempre está ahí.
Después de
comer, todo el mundo va al patio. Tú te diriges a un rincón, detrás de la
cancha de baloncesto, donde nadie pueda verte, y permaneces ahí sin hacer nada,
sin pensar en nada, porque pensar duele. Las tres y veinticinco; regresáis al
aula y comienza la clase de ciencias sociales, y luego, a las cuatro y veinte,
la última del día, inglés. A las cinco y cuarto suena el timbre que marca el final
de las clases. En medio de un alboroto de voces, los alumnos recogen sus cosas
y salen a la carrera; tú, por el contrario, permaneces sentado, guardando muy
despacio los libros y los cuadernos en la mochila, hasta que el aula se queda
vacía, y entonces te levantas, te pones el chaquetón y sales al corredor con la
mochila en las manos.
Pero si querías
pasar inadvertido, te has equivocado, pues cinco o seis compañeros tuyos se
encuentran todavía ahí, en el pasillo; no estaban esperándote, sencillamente se
habían quedado charlando, pero tú has aparecido de repente y la tentación es
demasiado fuerte como para dejarla correr.
Al pasar por su
lado, uno de los alumnos le da un manotazo a tu mochila y la tira al suelo. Te
agachas para cogerla, pero el chico le da una patada y se la pasa a otro, como
si fuera un balón, y así una y otra vez, tú corriendo de un lado a otro en
medio de las risas y las burlas de los demás, y la mochila de pie en pie, de
patada en patada. De pronto, uno de los golpes hace que un libro, el de
ciencias naturales, caiga al suelo. Logras recuperar la mochila y te agachas
para coger el libro, pero uno de los chicos le da un puntapié y el libro sale
despedido por el aire, con la cubierta desprendida y varias hojas rotas. Una de
ellas planea lentamente y cae a tus pies; en la hoja puede verse la foto de un
lobo. De repente, te quedas sin fuerzas, vacío, demolido. Con la vista fija en
la foto, dejas caer los brazos y la mochila, y luego alzas la mirada hasta
encontrar los ojos de uno de los lobos, que está riéndose a carcajadas de ti, y
lo contemplas sin ira, sin resentimiento, solo con infinita tristeza y con una
muda pregunta titilando en tus pupilas: ¿por qué…?
Poco a poco, la
risa se congela en las fauces del lobo; su mirada vacila y la aparta de ti, se
da la vuelta. Venga, vámonos, dice; que le den a este friki,
y se aleja en dirección
a la salida sin
atreverse a volver la vista atrás. Todavía riéndose, los demás lobos lo siguen.
Cuando desaparecen de tu vista, te agachas y recoges los maltrechos restos del libro,
y los ordenas con cuidado, como si atendieras a un enfermo, y los vuelves a
meter en la mochila, y entre tanto encajas la mandíbula y aprietas los labios, porque
no vas a llorar, hoy no, chico omega, no llorarás. Te pones la mochila a la
espalda, recorres el desierto pasillo con la mirada perdida y cruzas el patio;
aún queda gente jugando en las pistas de deportes, o remoloneando junto a la
entrada, pero nadie te mira y tú no miras
a nadie. Sales a
la calle y echas a andar de regreso a casa; no piensas en nada, no sientes
nada. Al llegar al viaducto, sin saber por qué, te detienes, te apoyas en la
barandilla y miras hacia abajo; debes de estar a unos diez metros de altura
sobre la calle. El tráfico ruge a tu alrededor. Durante largos segundos, no
haces nada más que contemplar el vacío que se abre ante ti, con la mente
desconectada y el corazón anestesiado, pero lentamente las imágenes y los
recuerdos vuelven a ti, y regresan con más fuerza que nunca la tristeza y la
soledad, y te preguntas por qué no le gustas a nadie, por qué te desprecian
tanto los demás; entonces piensas que puede que tengan razón, que a lo mejor
eres una mierda, que quizá te mereces ese desprecio porque no vales nada. ¿No
sería más sencillo acabar con todo de una vez, poner fin para siempre al dolor
y la soledad? Es fácil, piensas, bastaría con saltar por
encima de la barandilla y dejarme caer... De repente, apartas la mirada del
vacío, y las lágrimas, que hasta ahora habías logrado mantener a raya, se agolpan
en tus ojos como una inundación. Y echas a correr
al tiempo que
lloras, y corres con todas tus fuerzas, corres, corres, corres huyendo de ti
mismo, porque te das miedo; y cuando finalmente llegas al parque que está junto
a tu casa, te dejas caer exhausto en un banco, ocultas el rostro entre las
manos y ahí permaneces un buen rato, el punteo de los jadeos mezclándose con el
susurro
de los sollozos.
Unos minutos más tarde, cuando se agota el manantial de las lágrimas, te
enjugas los ojos con la manga del chaquetón, te aproximas a una fuente, te
lavas la cara y das una vuelta sin rumbo fijo para que las huellas del llanto
se desvanezcan, porque no quieres que tu madre te pregunte nada. Regresas a
casa y besas a mamá. ¿Qué tal el día?, dice ella, y tú respondes:
Muy bien. Luego, aunque no tienes hambre, meriendas, y te vas a tu
cuarto para estudiar, pero no puedes concentrarte. Nunca puedes
concentrarte.
Llega papá del trabajo y lo saludas, y
poco después
cenáis los tres juntos, y ves un rato la televisión, pero estás distraído y te
cuesta seguir el hilo de los programas, así que te despides de tus padres, te
lavas los dientes, vas a tu dormitorio, te pones el pijama, te acuestas y
apagas la luz. Tardas mucho en conciliar el sueño, pero poco a poco logras ir
sumiéndote en la inconsciencia.
Este es el mejor
momento del día, ¿verdad?, porque cuando duermes no sientes nada y quizá sueñes
que no estás solo, así que cierra los ojos, chico omega, refúgiate en el sueño,
pobre niño herido, porque allí los lobos no podrán atraparte.
¡Ring-ring...!
Vamos, vamos,
perezoso, está sonando el despertador. Levántate, dormilón; amanece un nuevo
día, un día cargado de promesas, un día luminoso donde todo puede ocurrir.
Un día más en el
infierno.